Las canicas (final)
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La investigación resultó más fácil de lo que ellos habían pensado en un primer momento. Pues al bajarse del autobús que los llevó a la ciudad, desde donde él mandó el paquete a Valeria, había una enorme valla publicitaria, anunciando una empresa de venta de coches usados y una fotografía del dueño al lado.
-Creo que lo hemos encontrado- dijo Ana.
Aunque con más años encima, las facciones habían cambiado poco. Delgado y cara huesuda, pelo corto y canoso y esa mirada penetrante que seguía manteniendo a pesar del tiempo.
Josué y Perla se quedaron algo pensativos, no lo tenían tan claro, pero confiaron en la intuición de Ana. Los tres se dirigieron al edificio donde se encontraban las oficinas de la empresa. La recepcionista les indicó la planta, pero les dijo que era un hombre muy ocupado y que sería muy difícil que los recibiera. Ellos subieron esperando tener suerte. La secretaría levantó la vista y preguntó que querían.
-Hablar con el dueño- dijo Perla.
-Si no tienen cita, es imposible- contestó sin levantar la vista de la agenda.
No tenían cita, pero no estaban dispuestos a irse sin hablar con él. No habían recorrido tantos kilómetros para nada.
Los tres se miraron y asintiendo con la cabeza, decidieron entrar sin permiso y así lo hicieron. Al otro lado de la puerta había una enorme habitación, bien iluminada por unos grandes ventanales, delante de ellos una mesa de despacho y detrás un hombre, que al oír el alboroto miró por encima de las pequeñas gafas.
Ahí estaba, era Franco.
-Discúlpeme señor, han entrado sin permiso- se excusó la secretaria. Él le dijo que no se preocupara y que los dejara pasar.
Levantándose de su sillón, se acercó a ellos, los había reconocido al instante. Le dio un abrazo a cada uno y ellos correspondieron de la misma manera. Les indicó un sofá que estaba al lado de un pequeño mueble de bebidas. Preguntó si tomaban algo, y los tres dijeron que no. Sentados, Franco preguntaba que cómo les había ido. Perla contestó que bien, que todos estaban bien, en un tono un poco seco. Josué expuso tajante el motivo de la visita.
-Sabemos que vendes la canica Dálmata-. Él contestó con un sí muy rotundo.
-Queremos saber por qué; y si es posible que des marcha atrás- dijo.
Franco les contestó que hacía muchos años que intentaba comprar una empresa y que ahora le llegaba la oportunidad de hacerlo, y que para eso debía vender la canica. Perla intentó disuadirlo diciéndole que las canicas tenían algo mágico y que todos prometieron un día no venderlas.
-He viajado mucho, he conocido muchos pueblos y culturas diferentes, en los que a veces, uno debía desprenderse de algo muy valioso para conseguir una finalidad- les decía Franco.
-Si tu finalidad es ganar más dinero y por eso vendes la canica, te diré que no tienes sueños- respondió Perla.
Todos callaron y Josué levantándose le dio las gracias por el tiempo que le habían hecho perder. Franco los acompañó a la puerta y Ana hizo un último intento antes de despedirse, -Piénsalo bien-.
El silencio se hizo mientras bajaban las escaleras. Ana lo rompió diciendo que si la vendía, tendrían que comprarla.
-¿Y cómo, si no tenemos dinero?- casi gritó Perla, sorprendida por lo que estaba escuchando.
-Todos hemos ahorrado para hacer realidad algún sueño- habló Josué- Pues ¿qué mejor sueño que hacer que la canica Dálmata vuelva a su dueño-.
Ana asintió con la cabeza, tenía mucha razón en lo que había dicho. A Perla no le gustaba mucho la idea, se estaba poniendo de los nervios. -¿Qué mis ahorros sirvan para que la canica vuelva a Franco? Pues que no la venda-.
Después de mucho hablarlo y comentarlo con Valeria, decidieron lanzar una oferta por la canica. Al día siguiente, bien temprano, llamaron a la oficina de Franco y ocultando sus identidades, ofrecieron una cantidad. Entre todos reunieron el dinero, y así fue como consiguieron tener en sus manos la canica Dálmata.
La metieron dentro de una caja, con una nota que decía “No pierdas nunca tus sueños”, y se la mandaron a Franco a la oficina.
Los días transcurrieron y no recibieron ningún tipo de llamada de él, así que decidieron seguir con sus vidas. Ya no perderían más el contacto y quedaron que una vez a la semana se conectarían todos y hablarían a través del ordenador.
Por aquellos días, en el pueblo había más revuelo que de costumbre. Ana iba de camino a la pequeña tienda de comestibles, cuando alguien la paró y le dijo.
-¿No te has enterado Ana? Han comprado la vieja fábrica del señor Piget-. Ella preguntó que si sabían quien era el comprador.
-Dicen que es uno de la ciudad, de esos que tienen mucho dinero- contestó una vecina que se paró a escuchar la conversación.
Qué vuelco le dio el corazón en ese mismo momento, recordando las palabras de Franco. ¿Y si era él el que la compraba?¿Y… con qué fin?
Aquella tarde tocaba reunión de amigos, y cuando ella llegó, ya llevaban tiempo conectados. Perla escribía que había recibido una oferta de trabajo, que le había llegado esa misma mañana. Que necesitaban una buena fotógrafa para un producto nuevo que querían lanzar al mercado. A Valeria también le ofertaban uno de investigación, sobre un producto que era para niños, y además le pagaban el desplazamiento de toda su familia. -¡Qué casualidad!- dijo Josué. El mío es de localizador de espacios, colores…Tendría que viajar mucho.
Ana no paraba de darle vueltas a lo mismo y cada vez estaba más convencida de su idea. Ellos la estaban confirmando, con lo que estaban diciendo.
-Han comprado la vieja fábrica del señor Piget- escribió Ana. Ninguna tecla se movió esperando la respuesta. -Franco- volvió a escribir. Las letras en la pantalla empezaron a correr haciendo todo tipo de preguntas, dando algún dato, recordando cosas, confirmando detalles…No lo podía afirmar con rotundidad, pero sabía que era él.
Aquella mañana de primeros de Septiembre, llegaron al pueblo Valeria con su familia y Perla. Ana y Josué estaban deseosos que llegara ese día. Cuando se hubieron acomodado, los cuatro salieron camino de la vieja fábrica. Todos habían recibido una nota hacía semanas, indicándoles día, lugar y hora de la reunión.
Y allí estaban otra vez, como hicieran muchos años atrás, delante del portalón de madera. Llamaron. Al otro lado, apareció quien todos habían imaginado… pero, hasta ese momento, no habían podido confirmar: Franco. Él les dio los buenos días y ellos riendo le respondieron lo mismo. Todos miraban la fábrica, no había cambiado mucho, sólo alguna maquinaria nueva y un lavado de cara. Pero el sabor añejo de antaño no lo había perdido.
-Se que estaréis sorprendidos, pero al igual que vosotros, yo tenía un sueño por cumplir, comprar la fábrica-, les contaba Franco. El mismo día que nos despedimos en aquella plaza, se me quedaron grabadas las palabras de Ana, y prometí que un día volvería a funcionar. Y si no es con vosotros, no funcionará. Los cuatro escuchaban atentamente las explicaciones. Esta fabrica seguirá haciendo canicas artesanalmente y necesita de una persona que investigue el mercado, entrevistando a los niños, que es a quien van dirigidas. Esa serás tú, Valeria. También se precisa de un descubridor, las canicas serán de muchas formas, colores, tamaños, materiales…..como hacía el viejo. Viajarás mucho Josué. Hay que hacer un catálogo y montar una exposición, para que sepan que existimos. –Y esa soy yo- dijo Perla. Franco contestó que sí.
Con todos los datos que tengamos, yo las diseñaré. En estos años algo he estudiado al respecto.
-¿Y Ana que hará?- preguntó Valeria.
Y ella, riendo, contestó que cuidarlos y mantenerlos unidos. Todos aceptaron ser socios de la vieja fábrica del señor Piget. Allí mismo, delante de la gran chimenea, sacaron sus canicas y apretándolas en sus manos, las juntaron.
-Una vez me preguntasteis que cuál era mi sueño-, dijo Ana. Pues este, ver las manos otra vez juntas.