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Las canicas (1º parte)

 

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Érase una vez, una pequeña fábrica de canicas situada en la calle más transitada de un pequeño pueblo. Su dueño, el viejo señor Piget, era el único trabajador. Llevaba muchos años diseñando y fabricando canicas artesanalmente. Sólo cinco al mes. Jamás repetía diseño, colores, tamaño ni materiales. Eran tan especiales, que tenía una lista interminable de pedidos.

Coleccionistas, niños y mayores, padres, madres, abuelos…Todos querían una canica del señor Piget.

El viejo estaba ya muy mayor y decidió que trabajaría hasta que las nieves desaparecieran y luego cerraría la fábrica para siempre. No tenía hijos ni familia,  así que el sueño de que alguien siguiera con su trabajo, se desvanecería cuando él decidiera cerrarla.

Aquel invierno frío y nevado, el último antes de poner fin a su labor, el viejo señor Piget diseñó sus últimas canicas. No se parecían en nada a ninguna que hiciera anteriormente, ni entre sí. Eran de diferentes tamaños y con colores tan brillantes, que hasta él se sorprendió al verlas acabadas. “Tan diferentes y con algo en común”, se decía él mismo. Y sentándose pensativo en la butaca, al lado de una gran chimenea, descubrió lo que las unía, eran mágicas. Llevaba muchos años, tal vez desde que fabricara su primera canica, intentando elaborar algo parecido a  lo que hoy le estaba ocurriendo.

Esa tarde, de regreso a casa, después de terminar su jornada en la fábrica, se sentó en el banco de madera de la plaza del pueblo. Pensativo, observó a cuatro niños que siempre solían jugar allí, y decidió en ese mismo momento, que las cinco canicas mágicas serían para ellos.

Los niños conocían las maravillosas bolas que el viejo fabricaba, y soñaban con que sus padres un día les compraran alguna. Así que cuando observaron que se les acercaba (nunca antes lo había hecho) se sorprendieron.

-¿Podríais venir mañana bien temprano a la fábrica de canicas?- les dijo. El mayor de todos le contestó que sí, y los demás sólo movieron sus cabezas en un gesto afirmativo.

Así fue como a la mañana siguiente, llamaron al gran portalón de madera de la fábrica. Dos niños y dos niñas, esperaban temblando por el día frío y la hora temprana, a que el  señor Piget les abriera la puerta.

-Buenos días- dijo el viejo, indicando con la mano que entraran.

-Buenos días- contestaron algunos tímidamente.

Sentados alrededor de la chimenea, el viejo les decía que tenía un regalo. Todos se quedaron inmóviles, pues no alcanzaban a imaginar que les podría dar; nunca había hablado antes con ninguno hasta la tarde anterior.

-Os daré una canica  a cada uno.

Y prosiguió diciendo:

-Son las últimas cinco que he fabricado… y quiero que sean para vosotros.

La sonrisa se dibujó en el rostro de todos, tendrían lo que tanto habían soñado.

-¡Extended vuestras manos!- dijo el viejo.

Y abriendo una pequeña caja de metal cuadrada con dibujos de flores, comenzó a explicar a cada uno las cualidades de las canicas que les iba poniendo en la palma de sus manos.

Comenzó por el mayor del grupo.

Para Franco sería la canica Dálmata, la más grande de todas, vidriada, redonda y metalizada, con pequeños toques de color rojo fuego que la hacían relucir aún más.

Perla tendría a Diamante, la tercera en tamaño. Al igual que la anterior, también vidriada, blanca completamente y la más perfecta de las cinco en su forma.

La cuiria llamada Pirata, la cuarta en dimensiones, iría a manos del pequeño Josué. Desde que la fabricara el viejo, siempre tuvo vida propia y jamás se quedó quieta en ningún sitio, sólo cuando estaba dentro de su caja. Estaba hecha del mejor alabastro y no se sabía bien el número de colores que la formaban, aunque resaltara uno en particular.

Y para la más pequeña del grupo, la canica más pequeña de todas, Duende. Era la que más trabajo le costó hacer, pues era de arcilla. Hecha de un color básico, el azul. Esa sería para Ana.

Quedaba una sola bolita, Tréboles, la que le seguía en tamaño a Dálmata. De cerámica, con fondo blanco y pequeños filamentos de colores.

-Esta canica os la entrego en su caja y vosotros decidiréis a quien dársela- terminó diciendo el señor Piget. Y se la puso en la mano al mayor de todos.

Por último –dijo el viejo- os diré que son mágicas.

Dos de ellos abrieron la boca para preguntar por qué, pero el viejo continuó:

-Ya descubriréis algún día el porqué.

Y los chicos cerraron la boca, sin animarse a preguntar.

Cada uno guardó la suya en un bolsillo y, dando las gracias, se despidieron del viejo.  

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