La pluma estilográfica I
Érase una vez que se era, y como me lo contaron, lo cuento, que existía una pluma estilográfica con una rara cualidad, y ésta era que, cuando no le gustaba lo que escribía o las manos que la sujetaban, no permitía que saliera la tinta.
Era una pluma fabricada artesanalmente y sólo por encargo. Estaba realizada en resina negra, con pequeños adornos florales bañados en oro, cartuchos de dos colores, azul y negro, y se acompañaba de un coqueto tintero del más fino cristal.
El dueño de una pequeña librería de ciudad la había encargado, y con mucho esmero y delicadeza la colocaba en la mejor vitrina de la tienda.
Todos los que entraban a comprar, no podían dejar de mirarla. Brillaba metida en su estuche de piel con incrustaciones de nácar y cierre dorado. Aquella mañana, la maestra del colegio que estaba enfrente de la librería, la miraba fijamente. Solía venir una vez al mes para comprar material y nunca antes la había visto. Le preguntó al viejo librero:
-¿Tiene la pluma en venta?- y, después de meditar unos segundos, le dijo: - Puede que me interese-.
El dueño le comentó que sí, que la tenía para venderla, pero que se la dejaría a prueba unos días, pues le habían dicho que muchas veces dejaba de escribir sin razón alguna.
Así fue como la pluma estilográfica se vio en la mesa de aquella clase de Primaria, encima de unos cuentos de animales, al lado de una barra de pegamento y unas tijeras de punta redondeada.
La maestra la solía tomar entre sus manos muy delicadamente y la utilizaba para rellenar actas de asistencia, algún parte de incidencias o las notas de sus alumnos.
No habían pasado más de tres días desde que comprara la pluma que, una tarde, antes de acabar la jornada de trabajo y terminando de corregir unos exámenes, dejó de escribir. Por más que intentaba mojarla en el tintero o sacudirla con fuerza, no había forma que dibujara ni un garabato.
La llevó a la librería y contó lo sucedido. El dueño le devolvió lo que había pagado por ella y de nuevo la pluma volvió a la vitrina.
Su sobrina acostumbraba a pasar, dos veces por semana por la librería, a tomar café y, de camino, le solía hacer un pequeño chequeo. El viejo siempre solía regalarle algo, y pensó que la pluma sería un estupendo obsequio para una futura médica, pues estaba terminando la carrera. De nuevo la pluma tenía dueña. Iba en el bolsillo izquierdo de una bata de médica en prácticas. Con ella recorría a diario la planta segunda del hospital donde trabajaba. Eran unas manos bien cuidadas, suaves, con uñas largas y pintadas, las que solían coger la pluma para rellenar recetas o informes sobre algún enfermo.
Una semana fue lo que la pluma quiso escribir. De nuevo estaba en la librería…
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